[En lo más expuesto del acantilado
—¿y cómo los llevarían ahí, los materiales?—
está la casa. Pintada en gris, sus muros
se confunden con la roca. Imposible verla,
desde lejos: a veces puedes pensar en una gaviota
pero es un pedazo de cortina que vuela
a través del vidrio roto de una de las ventanas.
Ni siquiera todos los del pueblo saben de ella
—y quien lo sabe, no lo dice. Ni una leyenda
sobre su construcción, nada.
Sólo podrías llegar en marea baja: el camino
arranca en un recodo alejado de la playa.
Un tramo de escalera tallada con disimulo
—que no se note la mano de un hombre— y luego
oculto bajo las hierbas altas, un incierto sendero.
Junto a la puerta, bidones repletos de agua de lluvia
y un azadón apoyado contra la pared. Una bota desparejada
y una rueda de bicicleta. La puerta abierta chirría
rítmicamente, casi cómica. Dentro, hierbas resecas,
periódicos viejos, cuchillos gastados
sobre una mesa de madera y libros ilegibles en estantes,
borrados por la humedad. La cafetera puesta sobre el gas
como a la espera, una cama deshecha. A lo lejos, muy,
un ladrido. Si te quedases un rato creerías entender
el idioma del viento. Si te sorprendiera la tormenta…
Pero es igual, nunca irás a esa casa.]
*La casa del ello, incluido en La eterna cualquiercosa. Martín López-Vega, 2014.
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