El lugar no es simplemente un algo,
sino un algo que ejerce cierta
influencia, es decir, que afecta
al cuerpo que está en él.
ARISTÓTELES
1. Fotograma
La primera imagen es una pantalla negra con un fondo sonoro de turbinas de avión. Son sólo dos o tres segundos antes de que aparezca el siguiente fotograma: un hangar de aeropuerto visto desde arriba. Probablemente, la imagen ha sido tomada desde un helicóptero o una torre de control. Junto al hangar, un área de aparcamiento con algunos vehículos estacionados. En la zona de despegue, a la izquierda en la imagen, aparecen tres grandes aviones dispuestos en paralelo; pequeños grupos de gente los miran apoyados en la barandilla de la cubierta. Durante el tiempo que aparece en pantalla la imagen quieta del hangar, sobre la que se despliegan los títulos de crédito, el sonido de las turbinas se ha transformado gradualmente en una pieza de canto gregoriano interpretado por el coro de la catedral ortodoxa de Saint Alexandre Nevsky en París [1]. Ese templo sería el elegido por la bailarina Olga Khokhlova para celebrar su boda con Pablo Picasso el 2 de julio de 1918 —el enlace contaría con tres testigos de excepción: Jean Cocteau, Max Jacob y Guillaume Apollinaire… Son los primeros planos de La Jetée (El hangar), la fotonovela dirigida por Chris Marker en 1962.
En veinticinco minutos y usando únicamente la banda sonora, una voz en off y una sucesión de imágenes fijas, el director se propuso contar una historia post-apocalíptica de viajes en el tiempo. El presupuesto para efectos especiales es nulo. Sabe que el éxito o el fracaso del proyecto dependerán del equilibrio entre lo dicho y lo omitido, entre lo acústico y lo visual, pero también de que la ficción sepa establecer vínculos con cierto contexto histórico.
Nueve años atrás, en el 53, la muerte de Stalin había marcado el inicio de la Guerra Fría. En 1961, Marker dirige Cuba sí, un trabajo que retrata con dosis parejas de esperanza y escepticismo los inicios de la revolución cubana. El año del estreno de La Jetée, la crisis de los misiles en Cuba ponía en riesgo el equilibrio de fuerzas establecido entre las dos potencias obcecadas en imponerse mutuamente su visión del mundo. Chris Marker no sólo creía, como René Char, en el poder de la belleza para corregir el mal, sino en que la primera debe ser capaz de identificar y anticiparse y hasta de sobrevivir al segundo…
2. Lugar
El lugar —afirma Rafael Moneo— a menudo en conjunción con lo que ya está construido en torno de él, es un testimonio de la continuidad del mundo en que vivimos [2]. En las paredes de los corredores interiores, murales luminosos publicitan los reclamos locales: platos típicos, riachuelos vírgenes, beldades engastadas en trajes regionales… Pero alrededor del aeropuerto lo que hay son vías de acceso, edificaciones auxiliares, aparcamientos, almacenes. Sin ser el único caso, el aeropuerto representa bien la indiferencia hacia el lugar —hacia el contexto— que caracteriza a una parte de la arquitectura contemporánea.
Ante el encargo de proyectar un aeropuerto, el arquitecto pierde más horas de sueño tratando de responder al complejo esquema organizativo que estudiando las peculiaridades y la evolución histórica de la ciudad en la que va a asentar su edificio. Es más, las diferencias de programa entre aeropuertos ubicados en continentes distintos son esencialmente cuantitativas, esto es, responden a la previsión de viajeros que deberán transitar por sus instalaciones. Como consecuencia, su configuración, y en última instancia su identidad, guarda más relación con la estadística que con la historia.
De otro modo, lo genérico le ha ganado la partida a lo característico. Del resultado de ese pulso surgen los proyectistas adiestrados para el edificio susceptible de ser colocado en cualquier parte; arquitectos que se limitan a proporcionar una cáscara sorprendente, un contenedor funcional disociado del presente entendido como acumulación de historia. Así, la función del complejo aeroportuario no es perdurar, sino adaptarse a ese presente meramente utilitario, desestimando con ello la belleza de la arquitectura que ha sobrevivido al uso para el que fue pensada; la ciudad de Roma casi al completo, por ejemplo.
Extremando los términos, si la identidad concebida como un medio de compartir el pasado es un concepto obsoleto, la nueva arquitectura deja de definir un espacio para definir un tiempo, pero no cualquier tiempo, sino un tiempo sin historia, un presente sin continuidad.
3. Memoria
Más que la concepción del aeropuerto como paradigma del no-lugar, me interesa la noción del aeropuerto-intercambiador: el aire no compartimentado del gran gruyere en cuya red de túneles confluyen flujos peatonales, ferroviarios, rodados, aéreos; el espacio infinitamente interior de lo que Rem Koolhaas ha dado en llamar el Espacio basura.
«El espacio basura está más allá de toda medida, de todo código... No puede ser comprendido y, por tanto, el espacio basura no puede ser recordado. Es llamativo y a pesar de todo inmemorable, es como un salva-pantallas, cuya negativa a permanecer estático asegura una amnesia instantánea.»[3]
Sujeto a la gravedad y a las cronopatías, anestesiado por la vorágine de simulacros kitsch de paisaje y monodosis de nada con apariencia de comida… un píxel de atención, un espécimen típico de huérfano contemporáneo; pues la sensación de orfandad del individuo atrapado en un aeropuerto procede del contraste entre el bombardeo de estímulos y el alcance limitado de sus sentidos ordinarios.
Instintivamente refractarios al vacío semántico del espacio basura, los ojos buscan patrones de reconocimiento en los rostros de los otros viajeros. En pocos minutos, el mapa de caras se reconfigura a instancias de la memoria, adquiere una ilusión de familiaridad. Ya se deba a un resorte de la necesidad de pertenencia —amenazada por la atmósfera aislante del espacio basura— o a un mecanismo contra la amnesia que denuncia Koolhaas, lo cierto es que esa experiencia guarda algún parentesco con otra que se da de forma exclusiva en los aeropuertos: un agente de aduanas sostiene nuestro pasaporte abierto por la página de la fotografía y nos mira a los ojos; durante esos segundos decisivos, nos vemos en la extraña tesitura de tener que parecernos a nosotros mismos, ponemos cara de nosotros mismos.
Horas después, antes de acceder a la pasarela que conduce al avión, algunos pasajeros, discretamente, se santiguan.
4. Fin del mundo
Pero volvamos al plano inicial: pantalla en negro, sonido de turbinas de avión. Los ojos, ocupados en lo que los oídos reclaman, experimentan un borrado de memoria. En virtud de esa operación de montaje, la acumulación de imágenes en la retina del espectador ha sido desmantelada. Los sentidos ya no desconfían unos de otros, y esa intimidad conviene al visionado, o más bien al relato. Es una primera forma de sinestesia, la mente trata de ponerle imagen al sonido, y para ello echa mano de los aeropuertos del recuerdo, trata de reconocer si no un modelo al menos un factor común a esa superposición de caras y recorridos interminables… Y ahora una voz en off nos introduce en lo que vamos a ver a continuación: Esta es la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia. La violenta escena que le atormentaba, cuyo significado sólo comprendería años más tarde, ocurrió en el gran hangar de Orly algunos años antes del estallido de la Tercera Guerra Mundial.
Estamos en 1962, el emisario del futuro es enviado primero al museo de Historia Natural de París, donde el pasado es expuesto a los curiosos —y él lo es, puesto que sólo conoce el futuro— y más tarde al futuro del futuro, cuyos habitantes lo rechazan como escoria de otro tiempo. Años más tarde… algunos años antes… introduce el narrador, y quizá quiera sugerir que lo que vamos a ver guarda una relación directa con el presente histórico: dos potencias obcecadas en imponerse mutuamente su visión del mundo.
En el relato distópico, tanto los libros de historia como el mundo después del fin del mundo carecen de aeropuertos. De modo que su último viaje, el que le lleva al presente puro, tiene como destino el aeropuerto de Orly, donde la visión del niño y el recuerdo que atormenta al adulto se encuentran; pero también donde el presente se aísla de la historia y, quizá por eso mismo, se autoaniquila. Esta última idea se ve tangencialmente reforzada en la versión que realizara Terry Gilliam en 1996, Twelve monkeys, en la que el virus que trae la destrucción global es expedido en maletines hacia los principales aeropuertos del planeta.
Si el fin del mundo sobreviene donde tiempo e historia se bifurcan, quizá el lugar idóneo para albergar el punto de escisión sea un aeropuerto. Tal vez la consumación de la cronología necesite menos un enclave físico que un dispositivo que conozca bien su idioma, es decir, un cronómetro. Bien mirado, hasta las líneas diagonales de los aviones despegando y aterrizando, vistas desde lejos, tienen algo de agujas de reloj…
[1] Music from Russian Liturgy of the Good Saturday, composición de Trevor Duncan.
[2] Moneo, Rafael. La otra modernidad, Arquitectura y ciudad, Madrid, Ediciones del Círculo de Bellas Artes, 2007.
[3] Koolhaas, Rem. Espacio basura, México D.F. Gustavo Gili 2008.
[2] Moneo, Rafael. La otra modernidad, Arquitectura y ciudad, Madrid, Ediciones del Círculo de Bellas Artes, 2007.
[3] Koolhaas, Rem. Espacio basura, México D.F. Gustavo Gili 2008.
*La Jetée. Chris Marker, 1962.
*Fotograma, lugar, memoria, fin del mundo. Andrés Navarro, 2013.
Humm. A lo mejor la cosa no tiene remedio, por eso Montale hablaba del fin de la historia, y eso que en su época aún había cosmonautas y astronautas. Quiero decir que aviones hay por doquier y todos se parecen. Y no sé si los chinos estarían dispuestos a comer hamburguesas con palillos. Una pena
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